16/3/11

La botella del Tío Colores

Una de las más frecuentes historias o anécdotas sobre la torre de la iglesia de Villa del Prado, contadas en la segunda mitad del siglo XX, era la que hace referencia a una simple botella: "la botella del Tío Colores". Son muchos los pradeños que afirman en sus años mozos haber subido trepando por el chapitel de la torre, fundamentalmente por dentro, que es por donde fácilmente para una persona bien preparada físicamente, se puede ascender trepando por las vigas del hueco interior, y haber llegado, bien hasta los pequeños balcones del chapitel, que antiguamente podían abrirse, o bien haciendo un alarde de mayor destreza llegando "hasta donde la cabeza ya no cabe mas, debajo de la bola". El "Everest" de Villa del Prado. El punto más alto. El sueño del alarde de cualquier mozo que quisiera impresionar a sus vecinos. Pero sólo un pradeño logró pasar a la historia popular de Villa del Prado por una hazaña escaladora de éste tipo: D. Julián Pascual, llamado "El Tío Colores".

No era Julián ya un mozo cuando realizó ésta hazaña, sino un hombre casado y con un hijo en el servicio militar. La idea de "Colores" fue una mezcla de promesa religiosa, sacrificio personal, y ritual ancestral rural casi mágico: Si su hijo volvía sano del Ejército, Julián prometía escalar hasta la cruz de la torre y colgar allí una botella de vino como ofrenda. Nuevamente quedaba demostrado que, antropológicamente, la cruz de la torre aparece en el subconsciente de los pradeños como un símbolo casi totémico; un punto de referencia: el lugar más alto del pueblo al que todo "héroe" popular anhela alcanzar alguna vez. Aún hoy en día, creo que son pocos los pradeños que no se han dicho a sí mismos alguna vez mirando hacia arriba "lo que me gustaría un dia poder subir hasta ahi"....















Finalmente, el hijo de Julián volvió a casa sano y salvo; y su padre, tomando su honor y palabra se dispuso a llevar la ofrenda hasta el lugar prometido años antes. Para llegar hasta la cruz es fácil subir la escalera de la torre y alcanzar la azotea;... es ya bastante menos fácil trepar por las vigas interiores del chapitel y llegar a los balconcillos... y es ya casi imposible realizar el tramo final... trepar por fuera, por el tejado de la aguja hasta llegar a la cruz. Quizá algo pudieron ayudar al Tío Colores los clavos que sobresalen sujetando las tejas de pizarra, quizá tuvo que ayudarse él mismo de alguna cuerda y gancho... Quizá la sensación de volar en el aire, el vértigo, la imagen bella y sobrecogedora de ver a lo lejos todo el paisaje que rodea el pueblo era al mismo tiempo para Julián un factor de vértigo contra sus propósitos, y al mismo tiempo una imagen de belleza que lo animaba a subir más aún o a detenerse unos segundos a mirarla. Ésta vez no había andamios... era el hombre, tal vez divisado con impresión y espectación por la gente desde las calles, como una pequeña hormiga, trepando por el gigante gris de pizarra, zinc y plomo.

Una vez llegado a la hueca bola de bronce, es fácil imaginar que ésta primero serviría de escollo para la escalada, pero luego sería un punto de apoyo para facilitar la tarea. Quizá se sentó Julián en la bola para tener las manos libres y poder coger la botella de vino y atarla al eje de la cruz, junto a la veleta. Una vez realizado el rito, la ofrenda; de nuevo quedaba el regreso, por ése tejado agudo, casi vertical, quizá con mayor sensación de vértigo aún. Al suelo firme regresó también sano y salvo Julián, y allí quedó la botella, llamada desde entonces "Botella del Tío Colores". A partir de aquellos años de 1940 en adelante, los pradeños que lo presenciaron se encargarían de transmitir la pequeña historia a las generaciones venideras... y en los días de intenso sol sobre la cara principal de la torre, no era difícil distinguir a simple vista,  y mucho mejor con unos prismáticos, aquella botella brillante y negra décadas después.


En 1976, paradójicamente un año antes de ser alcanzada la torre por un rayo, se comenzó una restauración del chapitel, y al llegar a revisar la zona de la cruz, ésta vez con la seguridad de unos andamios, por vez primera, los obreros pudieron ver de cerca la solitaria botella. Se había roto con el paso del tiempo, quizá por el azote del viento o alguna helada. En la botella estaba la inscripción que el Tío Colores había hecho décadas atrás para quien la descubriese: "Vino de Adrián Sampedro del año 1921. La colocó Julián Pascual, Colores", mencionando al cosechero de aquel vino, la añada de elaboración y el propio nombre del popular hombre escalador que lo llevó hasta allí. En el lugar que ocupaba la botella, el entonces párroco, Rafael de la Fuente, mandó colocar un tubo de plomo que contiene monedas de la década de 1970. Éste tubo es el que hoy en día se puede ver con relativa facilidad con unos prismáticos, siendo confundido a veces con la botella. Respecto a los restos de la misma desconocemos si fueron retirados o se dejaron también en el lugar. Desafiando al vértigo de los tiempos, queda en la memoria de Villa del Prado la pequeña historia de "La botella del Tío Colores", que logró colocarse en el punto más alto y llamativo del caserío del pueblo.

Juan Durán

2 comentarios:

  1. Hola. Me ha encantado. Siempre me pregunté por lo que con mis prismáticos desde la ventana de mi habitación observaba, ¿quien y por qué demonios había puesto ahí una botella? Muchas gracias por la historia.
    Aunque yo juraría que la botella sigue ahí, pues con unos prismáticos a los que les uní un telescopio de juguete pude observar perfectamente que era una botella de vino hará unos 5 años.
    Saludos.
    Laura.

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  2. Muchas gracias, Laura. Pues es posible que siga allí la botella,junto al tubo ése que se puso. A mí también cuando miro me parece forma de botella. Quizá aunque D. Rafael mencionase "restos", la botella estuviese bastante entera y se quedase y siga ahora allí. Gracias de nuevo por tu comentario.

    Juan.

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